5 de diciembre de 2007

"Ecuador, a través de los Nogales"

Cuando Silvia nos animó en el foro a escribir sobre nuestra experiencia en Ecuador, yo no me lo pensé dos veces. Me entusiasmó la idea y, de pronto, casi al instante, comenzaron a agolparse un puñado de imágenes en mi memoria. Afloraron viejas y añoradas sensaciones que, ciertamente, no he vuelto a vivir en mis sucesivos viajes por distintos países. El viaje a Ecuador fue diferente, acaso mágico, lleno de una vitalidad que asombraba, estremecía, hipnotizaba. Allá, en la mitad del mundo, conocí la realidad de mil hombres y mujeres que trabajan sin descanso, de personas que nos abrieron las puertas de sus casas y con quienes convivimos durante semanas inolvidables.
Sin embargo, de todo esto, que siendo mucho, hay algo que aún destaca con mayor vigor en el corazón de este humilde viajero: la sonrisa de los niños ecuatorianos, quienes representaban la alegría e ilusión de un país gobernado por la pobreza. Recuerdo a los chicos de Olmedo –Joccelyn y Billete-, de Las Peñas, de Cotacachi y, por supuesto, de aquel refugio de paz y armonía de Manduriacos, en donde hago parada y fonda para rescatar el paisaje de una familia entrañable, querida, ejemplar, fascinante: la familia de Guillermo y Erlinda, que bien podría aparecer en la obra del colombiano Gabriel García Márquez, como protagonista de un capítulo del realismo mágico sudamericano.
Guillermo y Erlinda, los Nogales, me parecieron gente buena y noble, al igual que sus hijos Carlos, Lucía, Gabriela y Benito, quienes conformaban un verdadero manual de educación exquisita, digna de los mejores colegios británicos. ¿Quién iba a pensar que en el fondo del bosque de Chontal Alto encontraríamos semejante escollera de modales, astucia y respeto en unos chicos que jamás habían embocado la jungla del asfalto? Ecuador, desde luego, nos empezaba a sorprender –no sería la primera vez-, y lo hacía en los detalles más sencillos y nimios, pero, sin duda, más impactantes para quienes estamos acostumbrados a sociedades divorciadas con ciertos valores.
Recuerdo con precisión, como si hubiera sucedido ayer, el día que pasamos en casa de Guillermo y Erlinda, en su hotel La Palmera, cuando llegamos a bordo de las mulas más listas del valle acompañados por el propio Guillermo, por su hermano Ramiro –un tipo genial- y por el hijo mayor de la prole, Carlos. El paisaje era conmovedor, de exuberante belleza. Pero lo más emocionante todavía quedaba por llegar.
Alrededor de la casa de la familia, rodeada de animales exóticos, recorrimos empinadas chacras, en donde descubrimos el cacahuete, la pitajaya, la yuca... Luego saboreamos los zumos tropicales que preparó Erlinda, antes de sentarnos en el patio y vivir uno de esos momentos que pueden quedar marcados para siempre, no sabes porqué, en tu vida.
Junto a la escalera de madera, nos reunimos César, Marta y yo, junto a la tímida y generosa Jimena y el bueno de Manuel, nuestros guías del viaje. Ramiro sacó la guitarra y, de repente, él y su hermano elevaron la voz sobre el barranco de Manduriacos y cantaron boleros ecuatorianos, mientras se escuchaba el rumor del río, y el sol se apagaba poco a poco, como no queriendo perderse el espectáculo.
La magia continuó a la noche. Erlinda preparó una cena deliciosa, a la luz tenue de las velas y bajo el ulular de los minacuros -las luciérnagas de América-, que porfiaban en la oscuridad ofreciéndonos un cielo de estrellas que casi podíamos palpar con nuestros dedos. Entonces, descubrimos la tierna simpatía de Lucía, la férrea voluntad de Carlos, la exótica belleza de Gabriela y la chispeante gracia de Benito, a quien todavía recuerdo columpiándose sobre las mulas, que a veces le tiraban al suelo para volver a levantarse. En la cena, Guillermo, Erlinda y Ramiro nos contaron apasionantes historias del bosque, nos regalaron su complicidad y nos obsequiaron con una noche inolvidable.
Después de casi tres años y ya con la perspectiva del tiempo, he comprendido que este país americano me pertenece de algún modo, que forma parte de mis cimientos como persona, e incluso, sin rubor alguno y con todo lo que ello significa, puedo asegurar que, desde aquella noche fantástica en Manduriacos, Ecuador es mi segunda patria.

Alberto Gutiérrez Delgado
Periodista.
Almería, a 21 de marzo de 2006

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